Memoria del viaje de la SEEC a Israel, Palestina y Jordania
Resumen redactado por C. Florido Navarro y F.M. Pérez Carrera.
A la memoria de don Manuel Pellicer Catalán, con quien nos hubiera gustado compartir, como otras veces, las impresiones de este viaje.
Je hais les voyages et les explorateurs. De esta forma tan contrariada comienza Tristes trópicos, el famoso libro que Claude Lévy- Strauss se decidió a publicar muchos años después de que se viera obligado a buscar lejos de Europa, en Brasil y en el fondo de la selva amazónica, un lugar donde esconderse del odio a su apellido y recoger, con enorme esfuerzo y paciencia, los materiales necesarios para dar inicio a su brillante carrera. No es nuestro caso. No viajamos de manera tan angustiosa (por suerte) ni tan profesional, pero, esencialmente, vamos también, como el célebre antropólogo, en busca de nosotros mismos: de ese misterio que desde siempre nos evocó la vieja tierra de Canaán…
Pronto, a través del latín, comenzó a sernos familiar el mundo romano: Gallia est omnis divisa in partes tres… El helénico llegó más tarde, de forma verdaderamente deslumbrante, con los hexámetros de la Ilíada. Ahora bien, el de la Biblia fue anterior a todos. A lo largo de nuestra vida hemos ido comprendiendo mejor lo que llevábamos dentro, ya de niños: el estrecho espacio de este «corredor levantino», de donde proceden nuestras impresiones más profundas. Un lugar áspero, a menudo cercano al desierto, donde se cumple, mejor que en ningún otro, la afortunada sentencia de Fran- cisco Rico: «Los hombres somos criaturas narrativas y los días se nos van en fábulas». En efecto, ¡qué acumulación de historias, delante de nuestros ojos! ¡Cuántas interpretaciones y cuántas luchas milenarias a causa de ellas! ¡Cuántos enigmas, en fin, que el viaje vendría a actualizar!
Los encargados de programarlo se propusieron un verdadero reto al obligarse a organizar, en el espacio de una semana, un tour que diera idea, siquiera somera, de aquella extraordinaria región que la mayoría de los viajeros íbamos a pisar por primera vez. El resultado ha sido, sin embargo, muy provechoso, y la estancia allí —de gran intensidad— nos puso contacto con cantidad de aspectos fundamentales de aquella tierra, que no nos resultarán fáciles de resumir.
En primer lugar, desde Tel Aviv, donde aterrizamos, observamos una fértil llanura litoral similar a la mediterránea española, que, a medida que avanzábamos al interior, se iba ondulando y convirtiendo en una zona más árida y esteparia, que Israel se empeña en repoblar. Sobre una de estas lomas se localiza Jerusalén. Más al este, el Jordan Rift Valley, que llega a 400 metros bajo el nivel del mar, con una atmósfera calurosa. Al otro lado, las montañas de Jordania. De norte a sur, nuestra ruta nos llevó desde los Altos del Golán, a escasos kilómetros de la guerra de Siria, y el Mar de Tiberiades hasta el desierto de Judea, y más allá, el de Petra.
Nos llamó la atención la variedad de los núcleos de población, la huella de los sucesivos asentamientos y la diversidad de sus habitantes. Desde viejas ciudades portuarias llenas de vida como Jaffay Cesarea Marítima hasta la moderna Tel Aviv; desde la Jerusalén antigua hasta los cúbicos bloques de pisos de los recientes asentamientos judíos. O bien la asfixiante concentración de casas en las más de siete colinas de Amman, con áreas que han recibido a una población heterogénea sobrevenida hace poco, tras las sucesivas guerras. Un ambiente algo más rural parece observarse en los núcleos urbanos palestinos como Jericó o Belén. Más diversidad aún aporta la coexistencia, en las zonas desérticas cercanas al Mar Muerto, de potentes instalaciones de regadío con campamentos de pastores beduinos seminómadas, modo de vida que no entiende de fronteras ni religiones y que hallábamos por doquier, a la salida de aldeas, junto a cultivos incluso o en medio de la nada, siempre con tiendas de plástico y pequeños camiones cisterna para el agua de sus cabras, ovejas o dromedarios.
Hemos oído decir a alguien que lleva toda la vida en el Líbano que quien cree entender el Próximo Oriente es que se lo han explicado mal, pues siempre se ignora un nivel más de complicación. La frase es expresiva, por- que el Espacio-Tiempo que han ido ocupando las diversas sociedades es allí de una profundidad y una complejidad poco comunes.
Divisamos a lo lejos Monte Carmelo, en cuyas cuevas la investigación reciente ha detectado la convivencia entre neandertales y nuestra especie. Gracias al interés de M.ª José Muñoz, la vista panorámica del oasis de Jericó se convirtió en una visión más cercana del pequeño y bello Tell Sultán, viejísimo y potente asentamiento neolítico. Disfrutamos también en la subida al tell de Bet She’an (Escitópolis), ciudad cananea del II milenio a.C. con restos arqueológicos de la administración del Imperio Nuevo egipcio, que nos recordaron la conquista de Tutmosis III de la ciudad de Meggido (donde apareció un fragmento cuneiforme del Gilgamesh) o de la bella Jaffa, Ya-pho en los documentos egipcios. Durante la visita a esta última, nos vino a la memoria la leyenda, semejante a la de la caída de Troya, de la trampa que ideó el general Djehuti para conquistarla: introducir, como supuestos regalos para el gobernador cananeo, cestas llenas de soldados. Resultado de la aculturación egipcio-cananea son testimonios los sarcófagos antropomorfos del magnífico Museo Arqueológico de Israel en Jerusalén que pudimos visitar y ver su importante colección.
Ya en Jerusalén es digna de admiración la Explanada del Templo de Salomón y el potente muro de contención que lo soportaba, que hoy constituye el Muro de las Lamentaciones, sacralizado por la religión hebrea. De los hebreos, el territorio está repleto de lugares referenciales de su his- toria. Por ejemplo, en la propia Jerusalén, se distingue la Ciudad de David, también junto al valle del Kidrón, sobre una colina fuera de las murallas, hoy completamente edificada, pero que conserva las infraestructuras hidráulicas de la primer ciudad del reino de Israel. La particularidad de la cultura judía les hizo resistentes en cierta manera al helenismo, aunque en Tiberiades, donde estuvimos, existió una importante comunidad de griegos. Por otra parte, en Qumrán, visitamos los restos arqueológicos de la comunidad esenia y vimos las cuevas donde aparecieron valiosas copias de textos bíblicos de antigüedad nunca antes documentada (III a.C.–I d.C).
Sin embargo, los restos arqueológicos más visibles han sido siempre los romanos, especialmente del reinado de Herodes el Grande, que amplió el Templo de Salomón. Visitamos su palacio-fortaleza y tumba en Herodión, cerca de Jerusalén y paseamos por la gran ciudad portuaria de Cesarea Marítima. De esta época es la Sinagoga basáltica de Cafarnaún, mencionada en el Nuevo Testamento, al borde del oscuro y revuelto mar de Tiberiades, donde nos hicimos la foto de grupo. También visitamos el bastión de Massada, uno de los últimos reductos del judaísmo antirromano, a las orillas del Mar Muerto. Constituyó una sorpresa verdaderamente monumental la ciudad caravanera de Gerasa en Jordania, del tiempo de Trajano y Adriano, aunque, en realidad, su historia arrancara ya en el Bronce. La Jerash ammonnita fue el punto intermedio entre la Petra nabatea (que comerciaba con las apreciadas resinas aromáticas del sur de Arabia) y Palmira, ciudad a la que Gerasa, desde luego, no tiene nada que envidiar. Quedará para el recuerdo el atardecer entre sus grandiosas ruinas, bellamente reconstruidas, coronadas por la luna llena del Viernes Santo y la llamada a la oración del almuédano. De Petra, la ciudad de las tumbas excavadas en la roca (también de increíble recorrido histórico, el suelo sembrado de restos de talla de sílex), olvidada durante tantos siglos, teníamos más noticias, aunque no conocíamos las bellas litografías de David Roberts, a quien envidiamos sinceramente, pues tuvo el privilegio de visitarla recién redescubierta, en 1839, cuando aún no la invadían miles de cruceristas.
Tras la destrucción del Templo y la diáspora, ya en época bizantina, la estancia en Jerusalén de santa Elena inauguró una verdadera oleada de peregrinaciones. Así, el mundo cristiano (como extensión del Imperio) es el que ha dejado en Israel mayor huella desde antiguo, seguido del musulmán. Solo desde mediados del s. XX el Estado de Israel compite con ellos de forma decidida.
El itinerario de Egeria (s. IV) ya documenta gran cantidad de eremitas asentados allí, junto a lugares de evocación bíblica o evangélica. La piadosa viajera visitó primero el monte Nebo y describió el lugar donde Dios concedió a Moisés, antes de morir, poder contemplar la Tierra Prometida. Pasado algún tiempo, se acercó también al «huerto de san Juan Bautista», en el Jordán. Nosotros seguimos sus pasos a la inversa: visitamos primero Qasar el-Yehud, un lugar (entre otros) donde se dice que actuó Juan Bau- tista. Allí encontramos devotos llegados de algunos lugares del mundo cristiano, que oraban en silencio o se sumergían en el río, cuyas orillas estaban fuertemente custodiadas por el ejército israelí y el jordano. Unos días después, subimos al monte Nebo, desde donde, a pesar de la bruma, se veía algo del Mar Muerto, el hilo del Jordán y Jericó enfrente… según la Biblia, la primera ciudad en manos de Josué.
De los lugares de especial evocación evangélica, visitamos la basílica de la Natividad, en Belén, y el huerto de los Olivos y el de Getsemaní, en Jerusalén, y recorrimos también la tradicional Vía Dolorosa (de raíz franciscana, que atraviesa de este a oeste el barrio musulmán) hasta la basílica del Santo Sepulcro, construida por orden del emperador Constantino, con las capillas de la Crucifixión y del Gólgota, administradas por las iglesias más viejas de la cristiandad. En una calle cercana, vimos también el Hospital fundacional de la Orden amalfitana de San Juan de Jerusalén.
Debido a los siglos de dominio musulmán, la ciudad conserva magníficos edificios religiosos como los de la Explanada de las Mezquitas, de origen Omeya, la de la Roca (lugar donde la tradición sitúa la subida al cielo de Mahoma) y la de Al-Aqsa, que pudimos visitar. En un día caluroso disfrutamos de un paseo por la ciudad vieja de Jerusalén, por sus diferentes barrios, sus magníficos lienzos de muralla y puertas, de la época del otomano Solimán el Magnífico.
El territorio que visitamos fue desde muy antiguo objeto de peregrinaciones religiosas o expediciones militares pero también de viajes culturales como los del romántico Lamartine o el filósofo Julián Marías, más recientemente. El Viaje a Oriente de Lamartine fue un título influyente que cambió el tradicional de Tierra Santa. La fuerza de esta denominación llegó hasta el s. XX, hasta las Notas de un viaje a Oriente de Julián Marías, redactadas en fecha tan inquietante para España como la de 1933 y publicadas parcialmente al año siguiente. Ambos libros son, por supuesto, de gran interés, aunque lo dedicado a Palestina sea, tanto en uno como en otro, solo una parte del conjunto total, con referencias de primera mano a otros países del entorno.
A raíz de la fracasada Revolución de 1905, muchos judíos rusos emigraron a Palestina y no sería hasta 1948 cuando se declaró el Estado de Israel por Ben Gurión. En Tel Aviv, en la céntrica calle Rothschild, pasamos junto a la casa donde tuvo lugar la improvisada, pero decisiva declaración que dio lugar inmediatamente a una guerra entre palestinos y judíos.
Hemos visitado las comunidades palestinas de Jericó y Belén, situadas en la región de Cisjordania. No hemos tenido la oportunidad, sin embargo, de observar prácticamente nada de la vida en este pobre archipiélago, ni hemos entrado en la «Franja de Gaza», donde, justo en los días finales de nuestro viaje, se enfrentaban, una vez más, palestinos e israelíes.
En cambio, nos ha sido posible observar algo del complejo mundo judío. Así, en un paseo nocturno por Jerusalén, tuvimos ocasión de visitar el barrio de Me’a She’arim y pudimos captar un instante de la vida hermética de estos judíos ultraortodoxos, cuyos hombres se dedican al estudio de las Escrituras (el barrio está lleno de librerías). Penetramos en la ciudad hasta el antiguo cardo máximo (que veríamos muy bien representado en el mapa-mosaico de Madaba, en Jordania) y terminamos en el Muro de las Lamentaciones, donde, en la víspera de la Pascua, vimos rezar compulsivamente a los ultraortodoxos y (solo los hombres) pudimos entrar hasta la biblioteca anexa.
En vivo contraste con esto, recordamos el paseo al sol del mediodía por Tel Aviv, ciudad nueva, de 1909, donde se ha concentrado una gran población joven de judíos de origen europeo, de vida poco religiosa y costumbres libres. También nos hemos encontrado varias veces con soldados (en la frontera del Jordán, por ejemplo), fuertemente armados. Y, en el Museo de Israel, con militares profesionales, aspirantes a oficiales, muy jóvenes todos ellos (chicos y chicas), que aprendían de sus jefes las bases del nacionalismo judío.
Finalmente, no se nos borrará de la memoria la breve conversación que tuvimos durante la cena, en el hotel de Tiberiades, con dos matrimonios sefardíes de cierta edad (con mezcla de azkenazíes) que llevaban ya 20 años viviendo en Israel. Eran de origen argentino. Según la queja de una de las mujeres (los hombres, sonrientes siempre, intervinieron poco en la conversación): «una cosa es lo que se dice de Israel fuera de Israel y otra, muy distinta, lo que se puede ver al venir aquí». Los antepasados de esta anciana señora llegaron al país sudamericano desde Turquía, al término de la I Guerra Mundial. Al decirles que, desde nuestra juventud, nos eran familiares muchas canciones en ladino, la segunda mujer, un poco más joven, entonó enseguida quizá la más famosa de todas: «Cuando el rey Nimrod / al campo salía, / mirava en el sielo / i en la estrellería; / vido una lus santa / en la judería, / que havía de naser / Abraham Avinu…». Pasada la sorpresa inicial, todos cantamos el estribillo: «Abraham Avinu, / padre querido, / padre bendicho, / lus de Israel».
Sevilla, mayo de 2018.