Reseña Viaje de la SEEC a Creta en Semana Santa

22 Jun 2016

Reseña Viaje de la SEEC a Creta en Semana Santa

Del 24 de marzo al 1 de abril, organizado por la S.E.E.C. y bajo la dirección de su tesorero, José Francisco González Castro, tuvo lugar el anunciado viaje a Creta. Participaron en él 18 personas, 4 de ellas acompañantes o interesados en el mundo clásico no miembros de la Sociedad. Las dos fechas citadas correspondían a los vuelos a Atenas y regreso, así como a las respectivas travesías nocturnas a La Canea y desde Iraklio. Mas los horarios de aviones y barcos favorecieron una cierta ampliación del programa oficial. Al llegar a Atenas en la tarde del día 24 hubo un pequeño hueco para deambular por Plaka y Sintagma antes de embarcar en El Pireo. El último día, por su parte, disponible la mañana antes del vuelo de regreso a Madrid, once de los viajeros aprovecharon el tiempo libre para trasladarse a Eleusis, mientras el resto optaba por permanecer en la ciudad visitando el Museo de la Acrópolis.

Creta, entero parque arqueológico greco-romano, donde es difícil dar un paso sin topar con vestigios de la antigüedad, justifica, cuando no reclama, un viaje monográfico como el aquí comentado. Una visita exhaustiva necesita, sin embargo, mucho más tiempo con el que normalmente se cuenta en estos casos. No es de extrañar, por tanto, que en nuestro viaje hubieran de quedar fuera de programa lugares de nombre resonante para filólogos y arqueólogos, como Kamares, Vathipetro, Hierapetra o la propia cueva de Zeus en el Ida. Pero no es menos cierto que, al igual que ocurre en el Peloponeso, Creta es un completo exponente del avatar histórico de Grecia, montaña rusa por la que se han deslizado los distintos pueblos y culturas que han ocupado el viejo solar griego más o menos tiempo. Junto a los más antiguos restos de su civilización propia, la isla es un cúmulo de huellas bizantinas, árabes, francas, venecianas y turcas que afloran a cada paso sin solución de continuidad, sin olvidar las más recientes de la independencia de Grecia y los todavía frescos recuerdos del último enfrentamiento bélico europeo.

Por ello mismo, este viaje no se limitaba a los lugares más significativos de la antigüedad clásica, sino que incluía también varios de épocas posteriores, hitos de sus otras variadas experiencias culturales. En efecto, el itinerario propuesto consistía en un recorrido de oeste a este de la isla, por su principal carretera, más o menos paralela a la costa norte, desde La Canea, por Rétimno e Iraklio hasta Agios Nikólaos, para alcanzar finalmente Kato Zakros en su extremo más oriental. En el trayecto, oportunos desvíos preveían el acceso a lugares y recintos no exclusivamente greco-romanos, ubicados en las laderas de las montañas, incluído el habitual desde Iraklio hasta la costa sur, sarta de los más afamados restos de la Creta primitiva. Y completaban el programa los recintos urbanos del camino con su diverso carácter arquitectónico y ambiental.

Las sucesivas etapas permitieron apreciar la mayor parte del paisaje cretense. La ruta discurría mayormente a la vista del mar, al pie de los macizos montañosos que jalonan la isla de oeste a este, guardianes de La Canea los Montes Blancos, majestuoso el Ida y laberínticos los Montes Dikti, los dos primeros con sus elevadas cimas encanecidas todavía por las nieves invernales. Cubiertos todos ellos la mayor parte del tiempo de muy oscuros nubarrones, que Zeus no dejó de amontonar cada día, no es menos cierto que el padre de los dioses no quiso jugar infantilmente lanzando las nubes ladera abajo y fue complaciente con nosotros. Salvo el aguacero que nos recibió en Iraklio al atardecer del domingo, tras un día gris, el sol lució casi siempre al pie de las montañas y las visitas previstas pudieron efectuarse a plena satisfacción de los viajeros.

La carretera, moderna en su mayor parte y de buen trazado, danzando entre la orilla del mar y los valles más próximos a la costa, volaba con frecuencia por sobre profundas quebradas, serpenteándolas a su ritmo cuando era preciso adentrarse hacia los enclaves interiores, emplazados normalmente a una cierta altura. En este sentido, el extremo oriental de la isla, a partir de Agios Nikólaos, supuso la etapa más dura del viaje en su penúltimo día. Tras desgranar el rosario de promontorios costeros que dibujaban una guirnalda de pequeñas calas, los viajeros se perdieron luego en el intrincado dédalo del macizo de Dikti, culebreando en las laderas de blancuzcas moles y sorteando gargantas y fracturas del terreno que, quizá por su cercanía, verificaban ahora más claramente que en días anteriores el nerviosismo sísmico de la isla, constante geológica de toda ella. Sólo algún breve tramo ya acabado de la nueva carretera en construcción, con sus obras perceptibles a veces casi a vista de pájaro, alivió la marcha en algún trecho sin por ello suprimir la impresión de un torturado relieve. Y era aquí donde, obligados a dibujar en el camino retorcidos arabescos, nos envolvían descarnadas cresterías calizas de formas cuarteadas y bordadas de pompones vegetales de arbustos enanos.

No resulta aventurado afirmar que Creta es toda ella un olivar. Jóvenes o añosos, corpulentos o pequeños, tapizaban cualquier terreno poco accidentado en disciplinado alineamiento, pero también era posible verlos brotar al albur de los caprichos de la naturaleza, en laderas más o menos pronunciadas y lugares de relieve enrevesado. El verde panorama general lo reforzaban, por otra parte, zonas boscosas que reunían las especies habituales en esas latitudes, sobre las que siempre resaltaba la estilizada silueta de los cipreses, solitarios o en pequeños grupos, sin que tampoco faltaran diseminadas parcelas de variados cultivos mediterráneos, incluso domesticadas plantaciones de áloe.

Algo antes del amanecer del 25 de marzo, a los 195 años justos de la sublevación griega frente al dominio otomano y, por tanto, Fiesta Nacional de Grecia hoy día, Suda, puerto de La Canea, acogió nuestra arribada a la isla. Al llegar un rato después muy de mañana a la ciudad, se palpaba un ambiente tranquilo que respiraba fiesta, ondeando banderas nacionales por doquier y engalanados sus principales espacios para las celebraciones que habrían de tener lugar durante el día con la solemnidad propia de un tan acendrado sentimiento nacional como el griego. Y así, pisar tierra cretense suscitó en el cronista la duda de si su país de origen en el bombo de la vida, tal vez anclado todavía en el cretácico, no estaría quizá habitado por alguna especie de cretinos afectados del virus de la ignorancia, la envidia y el maniqueismo, incapaces de subrayar lo que les une por encima de lo que les separa, empeñados en tirar todos en dirección opuesta para llevarse un jirón de la piel de toro, decididos incluso a soñar una historia que nunca fue o a reinventar y redescubrir un mediterráneo que siempre ha estado ahí para bien y para mal. Lo cierto es que nuestra primera jornada en Creta tuvo ribetes de homenaje a la nación que nos recibía, como tal fue el recorrido por la península de Akrotiri, cual cabeza que doblara el cuello de La Canea y se dejara caer lánguidamente hacia atrás hasta casi reposar en el hombro de Suda. Allí se efectuó una visita a las tumbas de Eléftheros Venizelos y de su hijo Sófocles, cuya sencillez abierta al amplio horizonte del occidente de la isla realzaba por contraste un elevado sentido patriótico. Nuesrro particular tributo culminó frente a Suda en un cementerio militar, honroso memorial de episodios de la guerra de 1939-1945 en el escenario griego.

Objetivo principal del viaje eran los testimonios de la antigüedad greco-romana y así fueron siendo visitados todos los grandes palacios minoicos, cada uno con su carácter propio dentro de su similar patrón constructivo. Knoso se escalonaba en la ladera sobre la torrentera del Kératos. Festo contemplaba airosamente la llanura de Mesará desde su plana superficie. Malia se extendía horizontalmente también, pero a nivel costero a escasa distancia del mar. En una recoleta y paradisíaca cala ceñida por altas montañas desérticas, Kato Zakros se deslizaba monte abajo desde no mucha altura hasta las cercanías del mar. Gurnia, por último, tapizaba la cima de una suave colina, el mar en el horizonte al fondo desde sus diversos rincones. Cada uno centró una jornada en la segunda mitad de la estancia en la isla, salvo Malia y Kato Zakros, que compartieron un mismo día. Este viajero, periódico visitante de los dos primeros, constantes capítulos en estas expediciones, pudo así ampliar su experiencia con las otras muy estimables novedades y admirar la amplitud, majestuosidad y complejidad similar de todos ellos. Knoso, lamentablemente, padecía unas severas restricciones de acceso a espacios por los que antaño podía deambularse libremente, como el salón del trono o las estancias de la reina, al margen de que una prosaica cubierta de plástico sobre los almacenes impedía su verdadera perspectiva, vacíos todos de los grandes píthoi allí expuestos en otros tiempos.

En la vecindad de La Canea, la Áptera romana asomaba extensamente por entre la maleza la base de su robusta muralla, enormes cisternas ya en el interior presidido por un abandonado cenobio bizanztino en el sitio más destacado de la imponente acrópolis, y también un recoleto teatro acurrucado en el terreno a corta distancia. Y siempre en el horizonte un robusto castillo cuadrangular veneciano, al borde de la cortada en cuya base otro más complejo fortín, utilizado además luego por los turcos, vigilaba la costa inmediata. Camino de Rétimno aún más sorprendente resultó, quizá por inesperado, la necrópolis minoico-micénica de Armeni, semioculta en un frondoso bosque y sin rastro de ciudad a la que servir. El lugar reunía un gran número de tumbas subterráneas, en las que rampas que iban hundiéndose en el terreno daban acceso a las respectivas cámaras, que evocaban a pequeña escala las no excavadas, sino erigidas, de Micenas. Ambas visitas tuvieron lugar en los sendos días segundo y tercero de estancia en la isla.

Camino de Festo, no faltó un alto en Gortina y, seguido del palacio, el lógico desvío a la vecina Agia Tríada. Ambos lugares suelen figurar en los programas cretenses y en ninguro de ellos pudo apreciarse novedad alguna respecto de anteriores visitas. Gortina seguía albergando el mítico plátano que cobijó los amores de Zeus y Europa y, sobre todo, la joya lingüística, epigráfica y jurídica de las leyes en torno al odeón romano. Y Agia Tríada continuaba acurrucada en la pendiente a los pies de la pequeña ermita bizantina dedicada a S. Jorge.

El apartado arqueológico tuvo su imprescindible complemento en dos museos de diferente tamaño pero igualmente estimables. En La Canea, el acogedor espacio del antiguo convento de S. Francisco, no por reducido dejaba de exhibir, principalmente, cerámicas varias, innumerables diminutas figurillas de personas y animales, y soberbios sarcófagos de barro. Por su parte, el Museo Arqueológico de Iraklio, referente mundial de la cultura cretense, albergaba los innumerables objetos hallados por toda la isla. En sus perfectamente iluminadas salas, vitrinas ordenadas cronológicamente exhibían piezas sobradamente conocidas de los estudiosos: objetos de cerámica de todos los estilos, vasos rituales, abundantes estatuillas, brillantes joyas, sarcófagos policromados y los muy importantes documentos del disco de Festo y las tablillas en lineal B, todo como anticipo de la gran sala dedicada a los polícromos y luminosos frescos de diversa procedencia. El edificio antisísmico, sometido a periódica remodelación, aparecía mucho mejor acondicionado para su función respecto de anteriores visitas del cronista.

Pero si muy satisfactorios resultaban para los viajeros los vestigios de la antigüedad, no menos interesantes eran los vinculados a la época bizantina y a la iglesia ortodoxa, cada uno con su sello particular e intercalados con aquéllos en el itinerario realizado. Así, la primera jornada de estancia nos llevó en Akrotiri hasta el monasterio de Agia Tríada, importante centro teológico en su día y preciso testigo de la continuidad de la vida monacal hasta hoy, que, más allá de la iglesia de estética veneciana, prolongaba su función religiosa en el trabajo de sus campos circundantes, con los hoy tan ponderados cultivos ecológicos, sobre todo vid y olivo. El monasterio de Arkadi, cercano a Rétimno y destacado cenro cultural en el Renacimiento, presidía con aire de fortaleza una elevada meseta un tanto desértica salpicada de viñedos y olivares por entre pinos, robles y cipreses, pero su carácter de monumento nacional representaba la voluntad griega de liberarse del dominio turco y su fama le viene de haber sido escenario en 1866, en pleno proceso de recuperación de la independencia, de una gesta heróica admirada por todo el país. Toplou, en los confines nororientales de la isla, también con trazas de fortín, encerraba en sus naves iconos de indudable belleza y originalidad, en particular el muy llamativo conjunto de pequeñas escenas “Megas ei Kirie”; en tanto que otras dependencias reunían valiosos testimonios de la tradición escrita y objetos relacionados con los más recientes episodios bélicos del siglo pasado. En el último día de nuestra estancia, muy cerca de Agios Nilólaos, la iglesia de Kritsá, dedicada a la Panagía, venía a ser un magnífico exponente de pintura mural in situ, decorada toda su superficie con frescos de un vibrante colorido y escenas de la más variada composición, sin que rebajara su valor el deterioro producido en el tiempo en partes concretas de las paredes.

Finalmente, la entera historia medieval y de siglos posteriores hasta la recuperada independencia, desfilaba por doquier, principalmente en los recintos urbanos. No se trataba sólo de las impresionantes murallas y fortificaciones de La Canea, Rétimno o el propio Iraklio, escaparate constante de las épocas veneciana y turca sobre todo, con sus defensas, torres y baluartes, en algún caso actualizados, tal en Iraklio con el memorial de la tumba de Kazantzaki. Eran también los faros y castilletes en la bocana de los puertos, los arsenales y atarazanas (La Canea e Iraklio), elementos que delineaban el paisaje y rubricaban el acontecer histórico. Y, si los barrios antiguos albergaban una majestuosa arquitectura pública, no quedaban atrás las casas particulares, muestrario de cálidos elementos de madera, puertas, balcones y celosías de estética entre veneciana y turca, superpuestos o combinados con los muros de caliza, en un trazado de estrechas y sombreadas callejuelas, atiborradas de coloridas flores. Y por entre el caserío era fácil encontrar igualmente mezquitas de todos los tamaños y estilos, y ver alzarse aquí y allá sobre los tejados los alminares que ponían una nota más o menos exótica en el horizonte del lugar.

Pero el sólo pasado, por mucho que fuera motivo principal del viaje, no agota su interés. Viviendo nuestro hoy, era también de extasiarse ante los cosos marinos de las calas de La Canea y Rétimno o en el señorío del concurrido callejero de Iraklio. En aquéllas, de espejada tersura apenas estremecida con ligeros escalofríos por el soplo ocasional de una breve brisa, variopintas tabernas y cafés se sucedían en el paseo que las circundaba, contorno de una suave playa en Rétimno. Y en el colorido escenario de La Canea se podía saborear el atardecer al compás del paulatino encendido del faro y de las farolas que engastaban el pétreo anillo del paseo al borde del agua… degustando plácidamente un reconfortante café. En Agios Nikólaos, al llegar ya anochecido a causa de la larga etapa del día, hubo que confiar a un madrugón comprobar su similar estructura, aquí en torno a un produndo lago de aguas oscuras, comunicado con el puerto por un canal tajado por el hombre, al que se asomaba la plaza y en cuyo derredor discurría un paseo, una y otro ceñidos una vez más de los típicos cafés y sus terrazas. Desde allí, el broche de oro del viaje vino a ser, tras visitar Gurnia y Kritsá, el recorrido costero del golfo de Mirambelo hasta Elunda, desde donde se accedió en barco a la isla de Spinalonga, capricho de la naturaleza repujado de fortificaciones y edificios de vario tamaño y función, venecianos en origen y utilizados hasta el siglo pasado en sucesivos diferentes servicios.

Una justa valoración del desarrollo del viaje debe inexcusablemente destacar la magnífica labor de nuestra guía, Déspina, quien, haciendo honor a su nombre, demostró a lo largo del viaje ser toda una señora. Preciso es dejar constancia de su amabilidad; del cuidadoso cumplimiento del programa; de sus amplios conocimientos; de lo equilibrado de sus enjundiosas explicaciones, compaginadas en el autobús con silencios relajantes; de su capacidad organizativa, patente en la dosificación del ritmo y en alguna iniciativa personal (Armeni) que sólo hizo mejorar el contenido del programa. Todo ello contribuyó a un óptimo aprovechamiento del viaje e hizo que no se llegara a añorar a nuestro guía de tantas expediciones, Leftheris, inicialmente encargado del cometido pero ausente en esta ocasión por otros compromisos laborales. El director del viaje y algún que otro participante añadieron ilustrativos comentarios en momentos concretos. Y ayudó indudablemente al disfrute del viaje el jugoso dossier realizado por la SEEC, con abundantes textos griegos alusivos a los lugares que visitar (y su traducción para los no versados en la lengua) y que los viajeros recibieron a su presentación en Barajas.

El hecho de que todos los recintos visitables tuvieran limitado su horario de apertura, debido los ajustes derivados de la situación económica, y cerrasen a las tres de la tarde, provocó que se aprovecharan al máximo las mañanas y que, tras unos almuerzos a horas no demasiado desacompasadas, quedara en la mayor parte de las tardes un tiempo libre suficiente para paladear la tan peculiar atmósfera urbana de La Canea e Iraklio, deambulando por sus calles, disfrutando de sus terrazas o haciéndose con algún que otro recuerdo u objeto típico.

La estancia en Creta, propiamente una semana completa, fijó los mínimos cambios posibles de hotel en función del itinerario, hecho igualmente positivo que resaltar. Los tres, estratégicamente situados, modernos y bien equipados los de La Canea y Agios Nikólaos, algo más antiguo el de Iraklio, completaron óptimamente la infraestructura del viaje. Por otra parte, si se exceptúan las cenas y desayunos, todos en el hotel correspondiente y por ello mismo más convencionales, los almuerzos, en los alrededores de La Canea, en Rétimno, en Iraklio, Mátala (sin presencia detectable de hippies esta vez), Kato Zakros y Elunda, de cara a Spinalonga, constituyeron toda una exhaustiva muestra de la más variada gastronomía griega, que los viajeros saborearon a placer, con tan sólo el problema de poder acabar las tan abundantes raciones servidas.

El breve paso por Atenas, por otra parte, tanto a la ida (víspera de la Fiesta Nacional de Grecia, no se olvide) como a la vuelta (hasta Eleusis y regreso), nos hizo ser testigos del insufrible tráfico en sus accesos y en la propia ciudad, pudiendo deducir que los inventores de la democracia tal vez lo han sido también de la anarquía… circulatoria, actualización del caos primigenio, ahora indescriptible histérica mezcla de velocidad, teléfono móvil en uso al volante, cambios constantes de carril con intermitentes de adorno, grandes camiones inconscientes de su difícil maniobrabilidad e incontables motos revoloteando nerviosa y arriesgadamente por entre los restantes vehículos.

El balance final no puede ser más positivo, a juicio de este cronista. Quizá haya de extrañarse la tan limitada respuesta a esta convocatoria de la SEEC, en comparación con la de anteriores viajes similares. En este sentido, es de esperar que nuestra Sociedad no deje de tener iniciativas novedosas tan interesantes como la aquí comentada y que las futuras propuestas logren un mayor número de participantes. El viaje ha puesto de relieve el hecho de la insularidad característica de Grecia, por lo que quién sabe si habrá pronto ocasión de efectuar singladuras que nos acerquen a las más renombradas islas del Egeo.

Ramón Martínez Fernández.

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